10 de diciembre de 2015

Separarnos de nuestros padres

Para poder convertirnos en auténticos seres individuales y libres, cuando llegamos a la edad adulta tenemos que romper en cierta medida los lazos que hemos tenido con nuestros padres en nuestra niñez y adolescencia. Si hemos estado muy apegados a alguno de nuestros progenitores durante mucho tiempo podemos llegar a sentirnos como una extensión de ellos mismos, sacrificando incluso nuestra propia felicidad para garantizar la suya. Diremos entonces que los hijos no evolucionan porque sus padres no se lo permiten, o al menos no les animan a hacerlo. 

Es principalmente en las relaciones madre-hija donde se establece este tipo de estancamiento y generalmente se produce porque nuestras madres tampoco recibieron de las suyas el aliento para que vivieran su propia vida, y así generación tras generación. La cultura en la que vivimos nos enseña que las mujeres tienen las funciones de cargar con el dolor y de cuidar emocionalmente de los demás, y podemos llegar a sentirnos culpables si no las llevamos a cabo. Es ese sentimiento de culpa u obligación el que en ocasiones nos mantiene atadas a nuestras madres. 

Muchas mujeres se pasan la vida esperando que sus madres les empujen a vivir por ellas mismas, cuando estas son incapaces de hacerlo porque nadie puede dar lo que nunca recibió. En estos casos debe ser la hija quien decida ser responsable de sí misma y romper así con un sistema enfermo que tampoco permite a las madres seguir su propio camino. 

Esta ruptura inicialmente puede provocar algún conflicto, pero a la larga servirá para hacer el vínculo más sano y auténtico. Una cierta separación será el comienzo de nuestra verdadera libertad e individualización y nuestros padres finalmente se alegrarán por ello, aunque para conseguirlo se haya producido algún terremoto en el sistema familiar.



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